Aquella mañana hacía un sol espléndido, la playa empezaba a acoger a los habituales, que la miraban curiosos mientras recogía metros y metros de cuerda con metódica parsimonia. Su mente estaba ya navegando. Pantalones holgados, camiseta negra, algo del atuendo no encajaba con su figura. Habrían tenido que acercarse mucho para notar sus ojos hinchados, pero nadie se acerca ya a preguntar a un extraño.
El teléfono permanecía en silencio, quemando en su bolsillo. No había más que decir. Nadie más a quien herir. Y sin embargo, repasó de nuevo los mensajes. Eligió unas palabras, que sabía aterrizarían en la mente del destinatario transformadas, pero esta vez no las envió.
Se puso de rodillas y empezó a cavar un agujero en la arena. Como si en aquel gesto se pudieran concentrar todas las esperanzas. Metió el teléfono apagado en una bolsa y lo enterró.
Solo quedaba empujar una última vez. La barca al agua.
Clavó las puntas de los pies y empujó hasta que le temblaron todos los músculos. Apenas avanzaba unos centímetros, pero continuó. Dientes apretados, solo el latido de su corazón retumbando en los oídos. No había dejado cartas con explicaciones, sería inútil. Explicarse y que entendieran. Del mismo modo que ella había abandonado toda ilusión de entender. Todo se había convertido en una transacción. Inversión, tiempo, eficiencia, utilidad, retorno. No podía comprenderlo, asumirlo, ni cambiarlo. Empujaba con las manos entumecidas hasta que de pronto cedió y la embarcación flotaba. Tan súbito que un escalofrío partió de su nuca electrizando todo su cuerpo. Saltó dentro. No se concedió un momento de duda. Empuñó los remos. Y fue de pronto tangible que en la orilla dejaba todo. Los futuros imaginados, el irreparable pasado, las demostraciones de valía. El peso de la voraz necesidad de ser mejor quedaba en tierra. Era una batalla perdida. Rendida.
Estaba sola en un mar inmenso, observando las telas de las velas agitándose. Sin un plan ambicioso, con las prioridades por fin en orden, solo un rumbo simple, volver a Itaca.